La carroza de la muerte

Por muchos años Iguala fue una población guerrerense que mayor prosperidad logró al poco que el ferrocarril la comunicó con la capital de la república y otras muchas ciudades. La cercana Tepecoacuilco que antes había vivido una época de bonanza se desplomó comercialmente al quedar las locomotoras; lo mismo ocurrió con Chilapa en la parte oriente de la entidad, la cual también empezó a mirar días duros al quedar fuera de las carreteras que se construían por todos lados ignorándola.

Como toda población, Iguala es un lugar de leyendas y tradiciones, las cuales ha pasado de generación en generación de manera oral por lo que no se han perdido y siguen contándose de manera sabrosa a las nuevas generaciones, una de estas leyendas es · “La carroza de la muerte “, a la que se ha dado vigor y como consecuencia logra la atención de quien la escucha.

A finales del siglo pasado el barrio del Juanacate era un caserío disparejo, en donde lo mismo habían enormes casonas que jacales en sus orillas; en este barrio tuvo un gran establecimiento comercial don Nicolas Linche, cuya tienda de abarrotes “Las Glorias del Mundo”, era también un centro de reunión de Viejos Igualtecos, quienes por la noche solían platicar de sus muchas cosas.

Esas noches solían ser por lo general lóbregas, ya que después de las diez de la noche, los contados vecinos que colocaban algunas lámparas y faroles para alumbrar la calle los metían quedando ésta como si fuera la boca de un lobo. Los pocos trasnochados tenían cuidado para llegar a su casa a todas deshoras, por que era fama que el maleficio se extendía por toda la barriada.

Juan y Francisco, dos muchachos que tenían su hogar en el Juanacate, atendían a extramuros de la población una pequeña tierra de labor; sin sentirlo la horas se les fueron pasando hasta que la noche tendió su manto oscureciéndolo todo. Serian como las doce de la noche de un día del mes de septiembre de 1889, cuando luego de su faenas agrícolas retornaban a sus hogares, por la calle que ahora lleva el nombre de Joaquín Baranda, conociéndole entonces simplemente como la del “Ámate” porque un corpulento árbol de esa variedad crecía a placer, su sombra se hacia pesada, como si cobijara en ella algún espíritu maligno.

Iban Juan y Francisco platicando de lo que esperaban de su sementera, cuando de pronto escucharon en medio de la oscuridad, el aparatoso ruido de unas ruedas metálicas de algún carruaje, acompañada del trote de algunos caballos de cuyos cascos herrados chocaban contra las lozas del empedrado sacando algunas chispas. La sangre se les heló cuando el carruaje pasó casi atropellándolos, llevando en su interior un esqueleto, cuyas huesudas manos guiaban las riendas.

Al pasar a su lado, ese cuerpo carente de carne los miró fijamente, pudiendo advertir que de sus cuencas sin ojos le salían luces de colores, las que se desvanecían conforme la carreta avanzaba lentamente, hasta llegar a ese frondoso ámate en donde como por arte de magia desaparecía, volviendo a quedar un ambiente de tranquilidad, solo turbado por un ambiente caliente que hacia crujir las ramas de ese imponente ámate.

Los dos campesinos quedaron helados de terror, Juan al ver ese cuerpo huesudo se desvaneció sobre una pared de adobe, en tanto que su compañero quedó petrificado sin poder dar un solo paso, con el habla cortada por la terrible impresión. Al amanecer los cuerpos de los dos jóvenes fueron encontrados sin vida; en sus rostros podía advertirse que algo sobrenatural habían mirado que los llevo a la tumba. Otras personas que por muchos motivos tuvieron que abandonar sus hogares para ir a algún mandado, pero que tuvieron mejor suerte en los labriegos, contaban haber visto a una mujer elegantemente vestida, toda ella de negro, enjoyada a más no poder, conduciendo ese carruaje. En lugar de perfume el ambiente se enrarecía dejando un penetrante olor a carne descompuesta. Luego de cruzar la calle se perdía en la distancia; escuchándose al poco un largo lamento.

Durante muchos años exactamente a las doce de la noche, los moradores del barrio del Juanacate escuchaban el ruidoso paso de la carroza de la muerte, sin atreverse a salir y en cambio rezar acongojados, plegarias para que sus rogativas fueran escuchadas por el altísimo, desterrándose ese maleficio que tenia aterrorizado a todo el vecindario. 

A partir que Iguala fue electrificada a principios de las años 30’s de este siglo, el barrio de Juanacate recibió el beneficio de la luz artificial; también el tiempo provoca que las viejas casas fueran demolidas por la piqueta, levantándose en su lugar viejas residencias.

El ámate fue cortado haciéndose con el leña que la gente pobre se encargó de vender .

Desde entonces nadie volvió a ver esa misteriosa carroza de la muerte, quedando sólo la leyenda.